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«Amor a primera fusta». Cuento de Teresa Dovalpage.

Cuando recibí la propuesta, mi primer impulso, debido a cierta pudibundez quizás hereditaria, fue contestar que no. Pero lo pensé dos veces y me acordé de lo que José Martí había dicho sobre el trabajo de pan ganar (tengo que preguntarle a mi amigo Félix Luis Viera cuál es la cita exacta). Viene a ser, si no recuerdo mal, que todo trabajo con el que uno se gana el pan es honrado —y éste en particular me ofrecía una cantidad lo suficientemente honrosa. A fin de cuentas, ¿cuál era la tarea? Nada del otro mundo: hacer un reportaje sobre una feria kink que se celebraría en San Diego.

Para los no enterados, kink es lo que se conoce finamente como “sexualidad alternativa,” entiéndase dominación, disciplina, encordamiento, suspensiones, uso de collares y látigos y un largo y doloroso etcétera. Prácticas sadomaso, vaya. Una revista sicalíptica —a la que mi abuela llamaría de relajo —para la que escribo en inglés bajo seudónimo buscaba un reportero que se infiltrase en la feria y contase del pe al pa lo que pasaba allí.

El éxito de Cincuenta sombras de Grey ha tenido mucho que ver con la súbita popularidad de eventos de este tipo. En general son abiertos al público pero, por razones obvias, se procura ahuyentar a periodistas y fotógrafos —nadie quiere que lo saquen en el diario local y al día siguiente sus colegas digan: oh, pero qué bien se ve fulano colgado del techo y con sus vergüenzas al aire. De modo que mi actuación en la feria sería clandestina, lo que le confería al assignment un aura de misterio muy sandunguera. La clandestinidad implicaba, también, que de alguna manera pasara por participante.

A fin de evitarle un patatús a mi marido, le dije que asistiría a un congreso sobre trasnacionalismo, transgresión y fronteras en la literatura, que sonaba lo suficientemente académico como para que se tragara el cuento —cuento que, por supuesto, le solté a todo el que me preguntó por qué iba a California. La única que supo la verdad fue mi amiga La Azteca, coach de vida y autora de un manual de sexualidad.

Enterada de que yo no sabía de la misa la media sobre el tema kink, La Azteca me pasó enlaces a varios sitios de BDSM en Internet.

—Ahí te puedes desemburrar —me dijo—. Mazmorra.net es el mejor.

Pero no las tenía todas conmigo. Aunque mi amiga me había ofrecido amablemente un curso rapidín sobre el BDSM, todavía no le veía el chiste.

—Aquí no se trata de chiste, hija —me recalcaba ella, muy seria—, sino de un juego de poder que provoca la sublimación de la libido.

¿Sublimación?

De yapa, me había aleccionado sobre la etiqueta apropiada. No toques a nadie sin pedir permiso (muy bien; esperaba que los demás usaran la misma cortesía conmigo); no pidas prestados instrumentos o juguetes, pueden estar contaminados con fluidos (fo, gracias, tampoco se me ocurriría); no interrumpas escenas ni te acerques a quienes las montan (ni ganas de que me salpiquen con… eso mismo, con fluidos) y otras que ya se me olvidaron porque me parecían, además, obvias. De modo que, en teoría al menos, estaba más que preparada. Lo único que me faltaba era el entrenamiento hands-on.

* * *

Después de pagar la entrada (guardé el recibo para pedir reembolso a la revista sicalíptica) entré al recinto de la feria. A diferencia de la famosísima que se celebra en la calle Folsom, en San Francisco, a pleno sol y a la vista y paciencia de todo el que la quiera presenciar, ésta tenía como escenario varios salones de un hotel, reservados con exclusividad para el evento.

Siguiendo los consejos de La Azteca, me había decidido por un atuendo indefinido (ni sumisa ni dómina, ni chicha ni limoná). Llevaba pantalones apretados y una chaquetilla de cuero que dejaba al aire el abdomen. Hasta se me ocurrió hacerme un piercing ombliguero para darle más reality al show pero al fin no me decidí, por el miedo a las infecciones. ¿Y qué iba a hacer con él después? La chaquetilla tenía un escote que llamaría revelador, si no fuera porque tengo poco muy que revelar en esa zona.

Luego de vagabundear un rato por la feria empecé a sentirme más cómoda; me di cuenta de que la mitad de los asistentes iba a fisgonear y no a dejarse abofetear o dar nalgadas. Las reglas se respetaban con una puntualidad esquizoide. Recuerdo haber pasado ante una cruz de San Andrés en la que se hallaba amarrado un señor que no tenía ni con un solo vello (púbico o de otro tipo) en su pálido y desnudo corpacho. Una dómina encorsetada en rojo y encaramada en tacones de diez centímetros de altura lo adobaba a fustazos, que lo hacían prorrumpir en aullidos —me imagino que de placer. Los fuetazos eran de esperarse, pero lo que me sacaba de situación era que la mujer parase en seco la tanda de golpes cada cinco minutos y le preguntase al encuero si se encontraba bien.

Con mi mejor cara de ingenua me acerqué a uno de los monitores (unos tipos fornidos, mezcla de security y guía turístico, que merodeaban por los salones con brazaletes color naranja) para averiguar el motivo de las interrupciones.

—¿Es la primera vez que usted viene a feria alternativa? —me preguntó el monitor, y me di cuenta por su acento de que era mexicano.

Admití que era así y le dije, en buen español, que tanta preguntadera le quitaba credibilidad a la escena.

—Pues oiga, lo que pasa es que tenemos que checar que el sumiso esté bien porque si le pasa algo, nos meten un sue y ahí sí que nos lleva la chingada —me explicó, ya entrando en confianza, el monitor—. Tenemos que ser rete estrictos con esas cosas.

Cortamos la conversación porque una señora con palillos de tendedera colgados de los pezones nos interrumpió para preguntar dónde estaban los baños.

Al cabo de media hora ya había visto más chochas (peladas y peludas) que cualquier ginecólogo en un mes, así como más pichas de distintos tamaños y colores que un urólogo diplomado. Me pregunté si aquella labor se correspondería con la definición de trabajo de pan ganar de la que hablaba Martí, el pobre. También me preguntaba dónde se habría metido el fotógrafo de la revista (se suponía que trabajásemos juntos) y cómo nos comunicaríamos, dado que, por aquel asuntito de la privacidad, no se permitía el uso de celulares dentro de los salones de la feria.

En ese momento escuché mi nombre —el real, no el que uso en la revista. Di media vuelta y me encontré frente a un tipo alto, fuerte y con músculos de cromañón. Iba descamisado; llevaba un látigo enrollado en el bíceps izquierdo, un pantalón (de cuero, por supuesto) y botas de marine. Se trataba, sin lugar a dudas, de un amo en busca de su sumisa y a sí sí que no.

—Dígame —le contesté más seria que un bidet.

—¿No te acuerdas de mí? Soy Guille Bermúdez, estudiamos juntos en el Pre de la Habana Vieja.

—¡Chico, pero cómo has cambiado! —exclamé.

El Guille que conservaba en la memoria era un mulatico larguirucho y flaco, con la cara atochada de espinillas —un infeliz al que siempre dejaban fuera del piten de pelota porque apenas podía correr con aquellas sus piernas de palillo chino. Indudablemente, los años le habían asentado.

—Sí, desde que empecé a comer bisté saqué musculatura —se rió mostrando unos dientes blancos y muy parejos—. La buena vida, mimi. ¿Y a ti qué te trajo a la feria? ¿Buscando un amo o qué volón?

Después de calcular los riegos le dije la verdad, que iba cazando historias.

—Coño, qué bien, pa que escribas sobre mí a ver si me hago famoso —me contestó, radiante hasta la punta del látigo.

—Y tú, ¿qué haces aquí?

—Tratando de montar mi número “Amor a primera fusta.” Pero para eso necesito conseguir una de esas jebas que se despepitan cuando les dan su buena pateadura.

Yo no acababa de entender.

—Guille, ¿esto es de verdad o es un circo?

—Bueno, uno es profesional. Vaya, yo hago mi numerito y si a alguien le gusta y quiere practicarlo en otra parte, pues cuadramos el pago por mis servicios.

—Ah, ya.

—Es parte de la experiencia artística, de mi currículo, de mi pedigrí. De aquí, derechito pa Jolibú.

—Claro, claro.

—Por eso estoy buscando a alguien con quien practicar la escena, para que otra gente se anime a entrar en la jodedera.

—¿Qué gente?

—Cualquiera… mientras que sean sumisas.

Me acordé de las enseñanzas de La Azteca y seguí metiendo la cuchareta.

—¿Siempre actúas como Amo?

—¡Seguro! Para un Dominante de grandes ligas como yo, es una vergüenza que lo cojan de sumi. Yo no soy switch ni caigo en esas berracás. Mira —desenrolló la fusta que llevaba en el bícep—. Esto es pa que me respeten. A mí hay que obedecerme —dio un trallazo en el aire—. Muchacha, yo tenía hasta hace poco una sumi buenísima que me besaba los dedos de los pies, me hacía el desayuno y no movía ni la lengua sin mi permiso.

—¿Y dónde está?

—Ah, se fue pal carajo. Así que…—se quedó callado por un momento y me observó con atención—. Oye, tú tampoco estás mal, flaquita. ¿Por qué no montas “Amor a primera fusta” conmigo?

Me quedé helada.

—¿Yooo?

—Sí, tú. El argumento es muy sencillo: se trata de una tipa rebelde que no quiere nada con el Amo, pero después que recibe el primer trallazo, se derrite por él.

—¿Cómo es eso del montaje? —averigüé.

—Fácil, mamita, sin complicaciones. Tú ya sabes el lema.

—Pioneros por el comunismo, seremos como el Che.

—No jodas, flaca. El lema de los sadomasos: sexo sano, seguro y consensual.

—Sí, verdad, que lo leí en Mazmorra.net.

—Bueno, pues na. Primero te encueras porque tanto traperío desanima a la audiencia. Te pongo esposas para aguantarte las manos detrás de la espalda, le damos una vuelta a las cuerdas alrededor de las tetas, bueno, teticas, que se te van a ver más grandes y si te animas… ¿tú te depilas?

—Esto…eh…

—Y si te animas, te pongo un taponcito en el culín. No te asustes, que es como ponerse un supositorio.

La descripción me había producido cierto cosquilleo vaginal. Tendría que ver con aquella sublimación de que hablaba La Azteca. Además, si tomaba parte en la escena, podía agregar a mi currículo (a mi pedigrí, que diría el Guille) otra categoría: periodismo de inmersión. Pero no me decidía a dar el salto en la piscina sumi.

—Anda, flaca, mira que me hace falta calentar el brazo —me apremió el compatriota—. No te va a pasar nada, confía en mí. Tú escoges una palabra de seguridad y en cuanto me la digas, paro.

Confieso, sin necesidad de que me flagelen, que me sentí tentada. El Guille se había vuelto apetitoso, aunque yo no podía aún descartar la imagen del adolescente granujiento, que se superponía a la de este machote superdotado como una foto surrealista.

Me salvó de caer en la tentación una voz de mujer que pronunció mi nombre —no el real, sino el de la revista. Quien me llamaba era una gringa cincuentona con cara de mal genio.

—Soy Megan, la fotógrafa —me dijo.

Otras veces había trabajado con un muchacho joven, muy gay y deslenguado, que se burlaba de todo lo humano y lo divino y con el que había hecho buenas migas. El cambio no me pareció para mejor, pero qué iba a decir.

—Encantada.

Le presenté a mi compatriota y ella lo miró de reojo, sin dignarse a darle la mano, mascullando un hola-qué-tal.

Vieja grosera, pensé. El Guille ya debía estar acostumbrado a estas reacciones, pues se encogió filosóficamente de hombros y se alejó, meneando la fusta.

—¿De dónde salió ese árabe? —fue lo primero que me preguntó Megan, con suspicacia, en cuanto nos quedamos solas.

—No es árabe, sino cubano.

Se le suavizó la expresión.

—¿Cubano de verdad?

—Bueno, ¿acaso los hay de mentira?

—Quiero decir, de Cuba.

—Sí, por supuesto. Del mismo corazón de La Habana Vieja.

Megan se pasó la hora y media que estuvimos juntas (debíamos escoger un tema en común para el artículo y las fotos) rezongando contra la revista y la tarea que le había tocado en suerte —en mala suerte, dijo. Me explicó que su religión, que nunca llegué a averiguar cuál era, le vedaba el promiscuar y que se sentía sumamente incómoda en medio de aquella multitud que se había congregado allí con intenciones nada santas.

—¿Por qué aceptaste el trabajo? —le pregunté.

—Porque si me ponía los moños no me llamaban otra vez, y tampoco están los tiempos para andar escupiendo la plata.

Su tarea resultaba más complicada que la mía. Para evitar meterse en bretes legales, había tenido que identificarse con los organizadores de la feria y éstos le habían dicho que de tomar fotitos, nananina. La privacidad otra vez, claro. Pero la autorizaron a contactar a los asistentes, que, si gustaban, podían fotografiarse con ella en una habitación destinada a este fin, después de firmar un contrato liberando a la feria de toda responsabilidad.

—No podemos exponernos a una demanda, sabe.

A Megan no le hacía ninguna gracia la idea de pedirle a aquella panda de promiscuos que se dejara retratar. Me pregunté cómo se las arreglaría, con tamaños remilgos, para lograr un buen close-up. En circunstancias normales me habría desentendido de ella, pero como no quería que mi artículo saliera sin ayuda visual, procuré calmarla. Le expliqué que, a juzgar por la actitud de los profesionales como el Guille, el gancho de la promoción gratis la ayudaría a la hora de conseguir modelos.

—¿Cómo voy a saber quién es profesional y quién no? Ni modo que vaya preguntándoles de uno en uno. ¿Y si me insultan por metiche?

—Mi amigo te puede indicar. Seguro que conoce a otros que están en el mismo negocio.

Aquello le pareció aceptable y me pidió que, a la salida, invitara al Guille a acompañarnos. Terminamos los tres en el Hamilton’s Tavern. Una vez allí, advertí que Megan observaba a mi compatriota (que había guardado el látigo y se había puesto una camisa, pero no abandonaba su actitud de Amo fustigador) con una curiosidad que se iba transformando, a medida que avanzaba la noche y menudeaban las cervezas, en un sentimiento más cálido y retozón. Por eso no me sorprendí cuando, después de un par de horas de charla y bebedera, se marcharon del brazo.

—Vamos a tomar unas fotos en mi habitación —dijo ella.

Se van a promiscuar, me dije yo.

* * *

A la mañana siguiente Megan y yo debíamos cubrir la segunda parte de la feria, que consistía en paneles, documentales y demostraciones en vivo. Habíamos acordado encontrarnos en el lobby del hotel donde nos hospedábamos (cortesía de la revista sicalíptica) a las nueve de la mañana. Pero dieron las nueve y media, luego las diez y nada. Pedí el número de su habitación, la llamé por teléfono y no obtuve respuesta a mis timbrazos. Subí y toqué a la puerta, pero nadie me abrió.

Empecé a preocuparme. Me acordé de todas las películas de terror que había visto y me imaginé a la pobre gringa despatarrada sobre sábanas tintas en sangre, destripada por un loco cubano que, en medio de una borrachera, había trasladado sus intenciones criminales del juego de roles a la macabra realidad.

Ya pensaba avisarle a la policía cuando la vi aparecer en la puerta del elevador, tostada e hidratada y más fresca que una lechuga.

—Lo siento por la demora —me dijo—. Me levanté temprano para ir a la piscina y me quedé dormida en una tumbona. ¡Qué nochecita! —me guiñó un ojo, salerosa y confidencial—. Ah, los cubanos son… lo máximo. Qué bueno que ahora vamos a poder ir a Cuba cuando se nos antoje.

Me alegró comprobar que el Guille había dejado bien parado el honor nacional. A fin de cuentas, mi mentirilla sobre trasnacionalismo, transgresión y fronteras resultó profética, aunque el contexto no tuviera nada que ver con la literatura.

Aquel día no vi a mi compatriota por ninguna parte. No se me había ocurrido pedirle su número y Megan se mostró evasiva cuando le pregunté. Al tercer día tampoco apareció. ¿Instinto Básico? Ahora me tocaba sospechar de la gringa, a quien, por cierto, se le había mejorado muchísimo el humor y ya no renegaba de la revista ni hablaba de su religión, y se acercaba a los participantes en escenas, sin el menor empacho, para preguntarles si accedían a posar para ella.

Todo eso estaba bien. Pero ¿y el Guille?

Se terminó la feria. Volví a mi casa y no supe más de él, ni tampoco de Megan. Cuando el artículo salió publicado con las fotos correspondientes, en la sección dedicada a los sumisos encontré dos del Guille, atado a los barrotes de una cama de hotel. Tenía una mordaza en la boca y un taponcito en el culín.

 

 

 

 

 

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