Search
Close this search box.

Alma Máter

 

I

 

                            Donde se alza el árbol del conocimiento, allí está siempre el paraíso: esto es lo que dicen las serpientes más viejas y las más jóvenes.                                                                                                                                        Frederic Nietzche

El cielo otoñal, usualmente gris, parecía precipitar la oscura puesta de un sol a la vez apático y endeble que desobedecía la natural rectitud del equinoccio vernal. Las instrucciones estaban claras: Calle 73, número 120, en pleno distrito histórico del alto Este de Manhattan, a menos de tres cuadras del Parque Central y a pocos pasos del Museo Whitney. Siguiendo un riguroso protocolo, el encuentro se había acordado para las cuatro de la tarde. Tanto Elena como Marina, la intérprete de Coatzacoalcos que habría de asegurar las transcripciones, acudieron puntuales a la cita.

Como era de esperarse, el apartamento de Alma conservaba el sofisticado toque vienés a que se había acostumbrado ella en la vieja casona de los Schindler. No faltaban originales de la Secesión, incluyendo el apasionado Beso de Klimt y La novia del viento de Kokoschka, complementados por muebles fabricados con caoba centenaria. Un lujo que no se permitía Elena, que, aunque legado de una clase acomodada que le permitió educarse en las mejores escuelas de Oaxaca, se regía por las limitaciones que imponía su calidad de periodista de media jornada en sus años de residencia en Nueva York. La moldeaban además aquellas convicciones ideológicas que exigían cierta austeridad en su condición de exiliada y revolucionaria. Marina, por su parte, se preocupaba más bien de rendir un buen trabajo. La guiaba una concentración casi obsesiva en escuchar cada una de las frases y en reproducir con literalidad los diálogos, consciente de las repercusiones de éstos en la posteridad.

Se hallaban sentadas en un acogedor salón de visitas. El trasfondo obligado de la entrevista, por supuesto, era Gustav Mahler. Éste, como pudieron apreciar los que tuvieron la oportunidad de asistir a sus conciertos, se crecía en el podio. Sus gestos, su dominio dentro y fuera del pentagrama, desde los imperceptibles pianísimos hasta los tormentosos estruendos del bombo sinfónico, infundían una doble dosis, de carisma y respeto.  Fue el primero y el último de una serie de genios en el terreno de la música.

                                                            *****

La pregunta inicial se deslizó entre los discretos murmullos de la cucharita de plata sumergida en las tazas de té.

—Se dice que su primer esposo mantenía en su vida privada una imagen muy distinta a la que proyectaba en público –tradujo Marina en firme y casi exacto alemán austríaco.

—Sus conciertos siempre garantizaban un espectáculo con una muy peculiar coreografía de conjunto. Aun sin que uno lo quisiera, se imponía como gigante que emanaba energía con hechizo. Su ser y su música alcanzaban límites insospechados de complejidad. Más allá de esos confines… más allá… le esperaba yo, sonriente. En la intimidad…

La entrevistada se detuvo con una especie de suspiro nostálgico mezclado con enojo.

—En la intimidad…  —insistió Elena en la voz de Marina.

—En la intimidad era otra cosa: un niño inseguro al que se le perdonaban sus travesuras porque la naturaleza le había cedido el don de la composición. “Sin embargo, te las arreglaste para provocar aquel primer encuentro con él, a sabiendas de que casi te duplicaba la edad y que había logrado una exitosa carrera.  Los genios son genios por sus dotes.  La capacidad para crear no les garantiza una vida balanceada. Muchas veces son incapaces de manejar un destornillador, de controlar la insaciabilidad de una esposa… o de una manceba”, parecía refutarle Marina con voz interior.

—Independientemente de reconocer sus respectivas dotes creativas, es casi imposible concebir a Mahler sin Alma Schindler. Por otro lado, algunas opiniones apuntan hacia una factible manipulación de los manuscritos de su primer esposo y una posible nube alrededor de la autoría de las escasas composiciones atribuidas a su esposa. ¿Qué hay de cierto en esto?

—Sospecho que esas “opiniones”, como usted dice, sugieren que los lieds que yo he publicado son en realidad de Mahler. Toda Viena sabe que yo también componía. Cuando nos conocimos ya había acumulado muchos años de estudio, a pesar de mi juventud. En mi caso, los deberes de esposa incluían mi preparación y pericia en la delicada labor de las transcripciones… pero lo uno nada tiene que ver con lo otro.

—Infiero que usted, entonces… es responsable de la reproducción de muchos de los pasajes del señor Mahler –agregó Elena con actitud seria.

—Reproducción sí, apropiación no –contestó–.  Ya he documentado en mis diarios que fui alumna de Josef Labor y Alexander von Zemlinsky. “Pero es que el enfoque de tus diarios cambió… o al menos… se transformó al convertirse éstos en libros ávidos de fama y dinero. Lo mismo sucedió con tus supuestas composiciones y subsecuentes declaraciones a la prensa: tú siempre dispuesta a modificar aserciones que por lo general favorecían a Alma, el mito”.

—Sí, los registros abundan en su talento y habilidad musical –agregó Elena–. Su nombre aparece en el inventario de compositoras austriacas; compuso un buen número de canciones para voz y piano. Sin embargo, sobresale ante todo su condición de musa y compañera de grandes artistas.

—Más que musa –se adelantó a corregir — he sido un catalizador. Yo crecí en medio de una Viena llena de sucesos estéticos; soy el resultado de una mentalidad, una inquietud de fin de siglo transmitida y cultivada en mi familia.  Mi padre, Emil, era pintor; mi madre, cantante. Mi educación, orientada hacia la cultura de la época no me ofrecía otra alternativa.

—Mas el rumbo en lo social apuntaba hacia el Señor Mahler: su vida se ha definido sobre la base de ese apellido. El dato no parece haber sido casual. De hecho, se afirma que el Maestro hizo alusión a la persistencia de usted en asistir a los conciertos; incluso alguna vez sostuvo que sentía la presencia suya en la audiencia, aun en las salas más oscuras y espaciosas. Lo hacía, además, insistentemente.

—En realidad, si bien aquel ambiente de cultura exquisita me permitió conocer y relacionarme con Mahler, puedo asegurarle que el encanto fue mutuo… aunque admito que aún me recuperaba de una relación con uno de mis maestros de música, quien, como sabe, también enseñó a Schoenberg.

—De acuerdo… pero, ¿qué la impulsó a precipitar ese encuentro con él?

—Yo… buscaba un apoyo a mis aspiraciones… Mahler necesitaba una especie de madre que endorsara sus deseos duales de conductor y creador.  Estaba, además,  solo y aburrido. Había ejercido su poder por tanto tiempo, que su aislamiento se había convertido en soledad. “Pero en él procuraste el refugio de un amante y representaste el acto una y otra vez, siempre a la caza de individuos de gran talla. Si hay reincidencia ya no es una casualidad”, continuó dialogando interiormente Marina. Elena escuchó pacientemente la traducción, miró de reojo sus notas y continuó con las preguntas.

—Como sabemos, represento a una revista de afiliación sufragista. Algunos colaboradores afirman que usted es una de las mujeres más independientes y exitosas de la Europa de la primera mitad del siglo. ¿Qué reacción le provoca esta aseveración?

—El feminismo es un término muy relativo, señorita Arismendi –respondió exhibiendo su acostumbrada sonrisa de foto antigua –. Comprenderá que se presta a ser una especie de sombrilla. Allí se cobijan facciones de un mismo tema, tanto en oposición como en padrinazgo o… madrinazgo, si se quiere.

Elena y Marina se miraron.  La pregunta en secuela se suspendió en el aire ya cargado, como esperando que Alma elaborara más su comentario.

II

La soledad es la suerte de todos los espíritus excelentes.

Arthur Schopenhauer

—Tomando en cuenta que toda mi vida he actuado con un marcado sentido de igualdad –continuó la interpelada –entonces, sin perder las distancias, claro… yo también soy feminista.  Por lo general he tratado a los hombres como a ellos les gusta tratar a la mujer.  Me parece que darles su propia medicina es el más democrático de los tratos.  Soy y seré una mujer libre.  Les toca a los demás tantear el alcance del adjetivo.

—Alma Mahler-Werfel-Gropius pronto se convirtió en un mito, siempre encajada en la fama, el poder, los amantes. ¿Ha contribuido su propia intencionalidad a la, digamos, manutención de esa leyenda?

—No voy a desmentir ni a confirmar la existencia de eso que usted llama mito o leyenda.  En última instancia,  la prensa y los que la leen son los que se encargan de alabar o infamar; yo sólo sé que soy… lo que soy. Admito que esos individuos han sido figuras renombradas, verdaderos hombres de acción, no en el sentido tradicional, sino en cuanto a su influjo en la sociedad.

—Hombres con porte y aporte, deducimos… pero… ¿qué daba usted a cambio? ¿Cómo justifica el hecho de que todos tenían algo en común sin ser comunes?

—Muchos fueron muy generosos conmigo… no es un secreto. Sin embargo, siempre existió el intercambio. Coincido con Gina Kaus, mi compatriota… Decía que los hombres de acción son pródigos con sus amantes porque sólo disponen de muy poco rato con ellas, y no tienen tiempo de sufrir: lo necesitan todo para ser felices. “Pero es que no te limitaste a relacionarte con hombres casados de tu edad. ¿Pretendes olvidar, por ejemplo, las sesiones vespertinas en el Weiner Konzerthaus? Disfrutabas tanto de la compañía de aquel novicio de veintitrés años o la musculatura del encargado de la ventilación, que las miradas viajaban en los pasillos del edificio, justo bajo la nariz del Maestro. A veces el impulso era tan intenso que casi  te  descubrían. Quizás eso buscabas. Muy pronto inventaste la posibilidad de trabajar de voluntaria aquellos sábados de ensayo o tener acceso a los escondites del edificio, sólo para exponerte más al arrebato del peligro.”

— ¿Es ese criterio parte de la filosofía de Alma Mahler?

—Digamos que por el momento comparto la opinión. El amante no es más que un ser hambriento en busca de ración, de alivio. “En este caso la necesitada has sido tú, a juzgar por el patrón que obviamente creaste, mucho antes de asociarte íntimamente con el señor Mahler, como lo demuestra el número repetido de incidencias.”

—Concluimos, entonces, y de acuerdo con las aseveraciones de varios, que el papel de amante ha ocupado un lugar muy especial en su trayectoria, —agregó Elena, sin dejar de mirar a Marina, desplegando un tenue gesto de aprobación y complicidad.

—En realidad, usted sabe tanto de eso como yo, si deduzco que la bella Adriana del señor Vasconcelos y usted son las mismas personas –agregó en tono sesgo pero agresivo. “En efecto, pero en el caso de Mahler, prácticamente lo llevaste a la muerte. Elena fraternizó con la esposa de Vasconcelos, representó lo mejor de la Revolución, fundó la Cruz Blanca Neutral, se involucró en la Liga de Mujeres de la Raza y, como yo, sacrificó el amor por un hombre que, en realidad, no le pertenecía. Este sacrificio poco usual lo hizo por respeto a la víctima y por solidaridad con sus propios principios. Claro que, como yo, cometió errores de circunstancia, errores que pagamos muy caro. Elena se refugió en el Norte, yo regresé a mi primera locura, arrastrada por aquellos olores de armadura de dios blanco y excremento de bacterias europeas. En cambio, tú pasaste de una pasión a otra, como las ruedas de un carro sobre adoquines.”

Elena había dirigido la frase sin aparente inmutación y continuó el interrogatorio, siguiendo el orden establecido en la agenda de su libreta de apuntes.

—Entendemos que el Sr. Mahler cayó en una inmensurable depresión cuando se enteró de sus relaciones íntimas con el que luego sería su segundo esposo, Walter Gropius.

—Su propia debilidad le permitió sumirse en un período de profunda reflexión, hecho que en realidad era ya una costumbre. Periódicamente su espíritu creativo lo empujaba a alejarse de sus contornos, sólo que esta vez fue un lapso un poco más prolongado.  Recuerdo haber recibido, ya como viuda, la factura de sus terapias con Freud, quien contribuyó a que Gustav alguna vez tuviera una imagen negativa de su propia esposa. Nunca se lo perdoné. “Me parece normal. Llevabas y todavía llevas su apellido, aunque tus intimidades las compartías con otros de modo habitual, un número que tal vez incluiría al mismo Freud”.

De nuevo las miradas de las invitadas se cruzaron, en natural compenetración y holgura.

—Tengo entendido que cronológicamente los últimos trabajos del señor Mahler conforman ese periodo de doble pasión. Por azar quizás, son éstos los que más se alejan del romanticismo rezagado que en cierta medida ahora define la idiosincrasia austriaca. Me permito insinuarle que esa orientación en las composiciones se debió a su estado emocional en ese momento en particular.

—El estado emocional, mi querida Elena, es inherente a casi todo artista: puede que tenga altas y bajas, como la amplitud de un instrumento de música. Sus Lieder eines fahrenden Gesellen, escritas antes de los noventa, llenas de una sensualidad y afectividad exquisitas, ya eran altamente conocidas mucho antes de casarnos. Puede encontrar en ellas las más sublimes y dolorosas de sus canciones. “Muy cierto: la sublimidad y el dolor es lo que más abunda en las últimas obras del Maestro. Yo diría que si en algo pecó sería la duración de las sinfonías. Los movimientos, particularmente en sus dos últimas, son muy prolongados. Esta sería una de las razones por las que sus grandes trabajos tardaron tanto en ser reconocidos por la crítica. El esfuerzo de grandes conductores que surgieron ya muy entrado el siglo XX, re-vindicaron las sinfonías. En muchos sentidos sus contemporáneos, usted incluida, no comprendieron el alcance de aquella genialidad y sentido de síntesis. Para una intuición como la del señor Mahler, lo menos que se espera de su esposa es la paciencia y comprensión que demanda el calibre de su obra. El tiempo ha demostrado que el Maestro no pudo contar con ellas.”

—Y… aquellas canciones tan llenas de apasionada conmoción… ¿nada tienen que ver con Alma Mahler?

—En lo absoluto. Puedo asegurarle que no fui la primera: el padecimiento por la pérdida de Johana Ritcher, la soprano en Kassel, todavía lo roía cuando nos conocimos. ¡El desamor es a veces la mejor de las inspiraciones! ¿No le parece? De todas maneras, tras perdonarme, Gustav y yo nos compenetramos como nunca antes…hasta el día de su muerte. “Una reconciliación suscitada por el estado de virtud del Sr. Mahler en sus últimos años, diríamos nosotras. Ciertamente se había arrepentido de pedirte que abandonaras tus composiciones para que te dedicaras a él, hecho que fue tergiversado y explotado por las editoriales con tu ayuda e influencia… y por supuesto… te perdonó. Quizás lo hizo por tener en su naturaleza el gen de la generosidad o la compasión y no lo que arguyes en algunas de tus páginas. A muchos de los que te han leído no les convence tu versión. Ahí está la terrible infección que afectó el corazón del cónyuge, la aparición de la carta de Gropius, las temporadas en esta ciudad impasible y decadente, la presión de sus giras, la muerte de tu niña María Ana, que obviamente no dejó huellas en la madre. En resumen… todo esto pasó desapercibido o pretendiste no saberlo. Sin embargo, para el resto de los humanos no es difícil sentir la intensidad de aquella sucesión de caídas que retrata fielmente el Adagio de Das Lied von der Erde, talvez su más dramática sinfonía”.

En efecto, amedrentado por una aparente superstición, no quiso llamarla Novena. Quizá agobiado en su soledad de creador, volcó en ella aquel impotente desgarro existencial ante la inminencia de la muerte y el avasallador sentimiento de abandono. Acaso sintió desfilar, por su frente excelsa, la lista interminable que la viuda instituyó: Klimt, Zemlinsky, Gropius, Burchkard, Schiele, Kammerer, Kokoschka, Werfel, Gottlieb, Schwarze Fledermaus, Derr Barrieren, Die Maus, Derr X, Derr T… Fuentes leales confirman el eclipse intencional que impuso la señora: muchos de los nombres y seudónimos se extraviaron o fueron borrados del inventario. A pesar de un aparente echar de menos, en lo más hondo de su ser, Alma se alegró de que Mahler se marchara. De hecho, ya en los últimos días y sin percatarse del daño que causaban sus apáticas sentencias en la extrema sensibilidad del hombre, Alma sorpresivamente le insinuó que el pasado debía dejarse atrás. El mensaje frío y cruel se le impuso como si las décadas de compañía y protección que recibió del director sinfónico no hubiesen significado nada para ella. Como saldo de su prostitución de alta esfera, escondida tras una aparente sofisticación, se sabe que el legado póstumo resultó ser más jugoso que la presencia misma del Maestro.

Cansado de esperar por la invención del antibiótico y rendido por la grandeza de su condición de elegido o el peso de su propia ambigüedad, Mahler sucumbió a las circunstancias. El peso era demasiado para aquel débil corazón. Contribuyó al deterioro el desahucio por vejez por parte de Alma. Su última palabra, en linde de catatonía, como informó el médico de cabecera, sería “Mozart”, un reflejo desesperado de asirse a otra realidad que sí lo comprendería. Por su parte, Marina, a pocos años de su cópula con el Malinche y la concepción de Martín, podrida entre plumas de coatl y raíces de nohpalli, no alcanzó a cumplir los treinta. Sufrió violentos ataques post mortem, la mayoría de ellos inmerecidos. Olvidada entre costras de palimpsestos que mudan de color con los siglos, sus descendientes aún desechan toda posibilidad de reconciliación. En cuanto a Elena, nunca pudo repetir los escasos seis años de amor prohibido que le otorgó don José ni superar su complejo de Yerma. Con la ayuda de unos amigos, logró publicar, en aquella ciudad de cúpula sombría, y para un número de lectores muy reducido, su Vida incompleta: ligeros apuntes sobre mujeres en la vida real. Activa hasta la calvicie, la viuda los sobrevivió a todos. Y con razón: se valía de su ansia desmedida, cabal incapacidad de compasión y maniqueísmo sin límites. La caracterizaban además su oculto rencor y la gracia de mentir.

                                                        *****

La velada continuó con exquisitas porciones de postre francés y masala chai. La noche por fin se hizo noche y poco a poco la tertulia se convirtió en cambalache. La victrola reproducía, sin  que ya nadie lo escuchase, el triste Adagietto de la Quinta Sinfonía, evocando un Mahler distante y eternamente sosegado.

En definitiva las ideas que se discutieron en aquella lóbrega tarde no pasaron de ser más que un proyecto: del encuentro apenas quedó un bloque de hojas con apuntes. Alma, quizás contra su propia voluntad, se quedó en el prontuario de relatos que nunca fraguaron.


BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

Arizmendi, Elena Vida incompleta: Ligeros apuntes sobre mujeres en la vida real

Imprenta M.D. Danon: Nueva York, 1927

Cano, Gabriela Se llamaba Elena Arizmendi

Tusquets: México, 2010

Esquivel, Laura Malinche

 Atria Books: New York, 2006 

Franklyn, Peter The life of Mahler

Cambridge, New York: Cambridge University Press, 1997.

 

Mahler-Werfel, Alma Mi vida amorosa. Traducción de Oswald Bayer

Editorial Sudamericana: Buenos Aires, 1962

 

Messinger Cypess, Sandra La Malinche in Mexican literature: from history to myth

University of Texas Press: Austin, 1991

 

Montero, Rosa Pasiones: amores y desamores que han cambiado la historia

Aguilar: Madrid, 1999

 

 

 

Relacionadas

Muela

Suburbano Ediciones Contacto

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
WhatsApp
Reddit