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A la sombra de la Casa Blanca

El hombre fuma con ansiedad, con el ceño muy fruncido, agobiado por el sol incisivo que hace más fastidiosa la fila. Tras aplastar la colilla en el piso alza con sus brazos de Popeye a su hija rubia, de unos tres o cuatro años, y la deja juguetear con sus gafas oscuras y su gorra Nike. Al lado suyo está su compañera, una mujer alta, bronceada y aparentemente joven a pesar de su pelo plateado recogido hacía atrás en una trenza muy tirante. En el espaldar de la camiseta negra del fumador, muy apretada para las dimensiones de su abdomen, se lee en grandes letras rojas el apellido Trump.  Mi esposa y yo estamos unos puestos atrás, también a la espera de que abran las puertas del Museo del Holocausto en Washington. La campaña presidencial no ha culminado todavía y me percato de que es el primer partidario de Trump que tengo cerca. Anticipo de entrada que la certeza de su presencia va a condicionar toda mi visita.

El recorrido inicia en el cuarto piso, en donde se explica con abundancia de recursos cómo los nazis pasaron de ser una fuerza minoritaria a llevar al mundo al abismo. El aluvión de turistas deambula despacio, con la atención puesta más en las imágenes que en los textos. El partidario de Trump se deja llevar por la marea y sigue entreteniendo a su hija mientras que revisa con frecuencia su teléfono. Es la mujer la que le dedica un poco más de atención a los carteles. Unos metros atrás, una adolescente pelirroja que hace parte de una excursión se pregunta en voz no tan baja y despectivamente risueña “Trump? What the fuck?”. Una señora, quizá la monitora, le pide que se comporte: “Jessica, shut up”. Las demás muchachas del grupo ríen sin pudor.

La familia sigue su rumbo, imperturbable. Pasan por vitrinas que cuentan cómo la rabia y el odio se traducen con facilidad en discursos infestados de mentiras y exageraciones que apelan a los bajos instintos de los electores. Plasman la vieja y manida historia de los populistas que explotan la inconformidad y radicalizan la política. Muestran cómo un fulano narcisista de personalidad fuerte y aspecto singular, cuyo supuesto carisma oscila entre lo extravagante y lo grotesco, convoca a las masas con un lenguaje que a punta de alaridos despliega toda su crueldad, su simplicidad y su vulgaridad. Cómo a ese fulano risible nadie lo toma en serio hasta que llega el momento en el que los partidos tradicionales de derecha deciden apoyarlo, anhelando que la torta del Estado se reparta entre ellos. Cómo ese fulano llega al poder sin representar a la mayoría del electorado. Cómo muchos políticos y diplomáticos asumieron que ese fulano no pasaría de las amenazas a los hechos, que su verborragia agresiva no se traduciría en acciones concretas, que no cumpliría con lo que había prometido y escrito en Mein Kampf.

Azar mediante, vuelvo a tener a la familia cerca en un pequeño y oscuro teatro. Un cortometraje narra que, según el programa del partido nazi, suscribir el Tratado de Versalles fue un crimen. La premisa central se iba consolidando poco a poco: mientras que los alemanes son las víctimas, los judíos son los culpables de todo lo malo y tienen que ser erradicados del sagrado suelo alemán para que Alemania vuelva a ser a ser lo que era antes. Yo no puedo dejar de recordar lo que he oído en la campaña sobre los latinos, los chinos, los musulmanes y hasta los tratados comerciales, que mezclados son, según un recetario tan elemental y difuso como impulsivo y desconectado de la realidad, el mayor obstáculo para que América retome la grandeza perdida. Al encenderse la luz y salir del recinto veo a una señora muy mayor y muy jorobada que observa fugazmente al hombre de la camiseta y, saturada de repugnancia moral, menea la cabeza en negación y levanta los ojos al cielo en indicio mudo pero elocuente de desprecio.

La visita continúa en los pisos inferiores con las atrocidades de los campos de concentración. Como los demás niños de su edad, la hija parece entusiasmada con los vagones que encuentra a su paso y piensa que son un juego. Su padre silencia los primeros gritos infantiles de júbilo y le explica a la hija con paciencia y cariño que no puede jugar allí, que muchas personas sufrieron a bordo de esos vagones, que hay que ser más respetuosos con el dolor ajeno. La caricatura que implícitamente me he forjado del personaje empieza a disolverse al mismo tiempo que percibo que el aire áspero y hermético de su mirada se anestesia cada vez que le habla a la niña. Noto después que la familia acelera la marcha. Yo especulo que su itinerario continuará en la Casa Blanca, a escasos metros de allí, o en los imponentes monumentos dedicados a íconos del progreso moral y las libertades civiles como Jefferson, Lincoln y Martin Luther King. Íconos admirables, con todo y el catálogo de sus defectos, que moldearon a la altura de su intelecto y de su ejemplo un país en tantas facetas admirable.

Pierdo de vista a la familia para siempre y, al mismo tiempo, la oportunidad de saber si unieron algunos puntos entre lo que ocurrió a comienzos de la década de 30 en Alemania y lo que está a punto de ocurrir en Estados Unidos ante la perplejidad y el temor de la mayoría de sus ciudadanos y del mundo entero. Me pregunto lo mismo que muchas de las personas que han asistido a Hamilton en Broadway: ¿qué es lo que entendieron los votantes de Trump que vinieron y disfrutaron la obra, empezando por el propio Vicepresidente, Mike Pence? El dilema en este caso es que cualquier paralelo histórico con las huellas de la experiencia alemana se ha devaluado y trivializado tanto que existe una regla, la ley de Godwin, que predice el aumento de la probabilidad de una comparación con Hitler a medida que se extiende una discusión. No obstante, y como se comprueba en el museo, no importa que no exista hoy un plan expreso de exterminio racial ni de expansión imperial para entender que entre pasado y presente hay similitudes como mínimo inquietantes.

Trump da para casi todo: sus comentarios se asemejan a los de cualquier histrión a lo Berlusconi y sus hábitos a la hora de ejercer el poder se equiparan en algunos casos a los de cualquier dictador de república bananera. Hitler, de hecho, también ha servido para cualquier propósito: hasta a Obama le han pintado los famosos bigotes en pancartas que esgrimen los fanáticos del Tea Party. Estados Unidos no está a las puertas de una campaña de exterminio racial, y haber explotado los instintos más oscuros de sus seguidores no convierte a Trump en Hitler. Sin embargo, y recordando a Primo Levi, la historia del Holocausto debe ser entendida como una siniestra señal de peligro. No solo sobre el resultado final, sino también sobre lo nocivas que son esas semillas de discordia, porque producen sin excepciones una cosecha de desgracias y sufrimiento innecesario. El debate sobre el declive de la política en manos de la demagogia xenófoba no se empobrece sino que se enriquece si se evade el miedo al lugar común y se desempolvan adecuadamente las advertencias de la historia. Sobre todo en las horas bajas de una democracia a la que le costará un buen trabajo sobreponerse a la campaña política más agreste, divisiva y extenuante de los tiempos recientes.

Más de 60 millones de personas votaron por Trump en noviembre de 2016. Hay que recordarlo y entender esa cifra en toda su dimensión. No es la mayoría, pero tampoco es un número despreciable. Las explicaciones se han ido amontonando poco a poco: la inequidad económica; el racismo latente; el dogmatismo religioso; el nihilismo; incluso la convicción genuina de que un empresario multimillonario al mando representará una mejoría tangible en las vidas de sus votantes. También ha quedando claro por qué la mayoría abrumadora de los líderes republicanos han cerrado filas en torno a alguien tan poco preparado para semejante responsabilidad: los intereses electorales a corto plazo han ido primando sobre los principios, las consciencias y los decorosos precedentes de un partido honorable. El resultado es el de un debate binario y estéril, de buenos contra malos, y el de un país alarmantemente dividido, extraviado en una pugna permanente con la que se extinguen las nociones de apertura y sentido común. La historia advierte que una democracia sana se define por lo contrario: es el escenario de los matices, que funciona solo con una ciudadanía activa que se despoja en sus decisiones de los prejuicios y de las opiniones viscerales. Justo lo opuesto de lo que hacen muchos de los partidarios de Trump y, de paso, de lo que hicimos quienes, en el museo, sentimos aprensión instintiva por el hombre de la camiseta de Trump.

Hemos caído en la trampa de juzgar a alguien solo por la ropa que lleva. Parece un buen padre y un tipo tranquilo. Además, el museo del Holocausto es uno de los sitios menos propicios en el mundo para repudiar a alguien por sus ideas, por distorsionadas y desconcertantes que sean, o incluso por la ausencia de ellas. Es verdad que a veces una camiseta es mucho más que eso: a veces es toda una declaración de principios e intenciones. No obstante, la verdadera identidad de la persona que lleva la camiseta se pierde en las brumas de la incertidumbre. Desconocemos sus circunstancias particulares. Lo que habrá provocado que alguien que le da lecciones de empatía a su hija apoye públicamente a un narcisista sin rastros evidentes de empatía. El mundo siempre tiende a expandirse y a volverse menos sencillo y comprensible de lo que nos gustaría. Es en esa ambivalencia, concluyo con moderado optimismo, en la que la literatura y el periodismo resultan más pertinentes que nunca. Vocaciones que han sido tan desacreditadas en el pasado reciente son ahora el mejor antídoto para evitar la frecuente inclinación, tan estrecha, facilista y poco productiva, de juzgar de antemano al que piensa distinto. Es la inclinación que permite que se sigan horadando las grietas por las que se ha colado el discurso de hostilidad y enfrentamiento del Presidente Trump.

Se vienen tiempos difíciles pero interesantes. Mucho de lo mejor que le ha pasado a la humanidad ha sido por la resistencia multitudinaria y organizada de personas que comparten propósitos e ideales, más allá de las diferencias. Como dice el filósofo A. C. Grayling, lo que ha hecho avanzar al mundo comenzó como esperanza, y lo que ha hecho que retroceda es la muerte de la esperanza. La presidencia de Trump ha hundido a muchos en el desaliento, pero al mismo tiempo ha inspirado en otros un renovado vigor que se infla con la válvula de la indignación, y que podría constituir la mejor y más copiosa reserva moral con la que pueden contar los que se oponen a caer en un abismo de ignorancia deliberada, misoginia, racismo y egoismo. El mejor contrapeso para Trump tendrán que ser los propios ciudadanos y el coraje de sus convicciones. Tendrá que ser la sociedad civil y, dentro de ella, los jóvenes que todavía tienen la fuerza y el candor para creer en la posibilidad, a pesar de las evidencias disponibles, de que su futuro pueda ser mejor que su presente. La pregunta clave de los próximos años es si el país estará condenado a perpetuidad a la división, o si acaso será capaz de volver a unirse en torno a esos propósitos comunes que fueron tan importantes en los mejores momentos de su historia. A unirse como lo hizo en ese pasado que todos parecen añorar, un pasado en el que el cielo dejó de ser el límite cuando pusieron un hombre en la luna. De ilusiones semejantes depende el futuro de la hija del hombre con la camiseta negra. La camiseta de Trump.

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